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RICARDO BROWN

Me encontré con Espinoza. Cuento escrito en octubre de 2009.

Me encontré con Espinoza en el supermercado.

Yo estaba con mi carrito en la hilera siete, buscando el detergente que uso para lavar ropa. Sí, lavo ropa. No me queda otro remedio. Vivo solo, ¿qué quieren que haga? Pero bueno, estoy allí en la hilera siete cuando escucho el vozarrón:

“¡Esa gente que dice que Obama nació en Kenya no sabe de lo que habla! ¡Obama es etiopé, mírenle las facciones! !Es uno de los bisnietos del Emperador  Haile Selassie! ¡Está en la Casa Blanca porque lo decidieron Selassie y Mussolini! ¡Es mentira que Italia invadió Etiopía! ¡Fue un engaño de Mussolini y Selassie y ahora metieron a Obama en la Casa Blanca!”

Yo me quedé frío. Le tengo terror a Espinoza. Nunca me ha golpeado. Pero  me hacen temblar las cosas que dice. El vozarrón venía de la hilera ocho, donde tienen las latas de maíz y frijoles. Yo salí huyendo rápidamente en la dirección opuesta, hacia la hilera seis, donde están los jabones y los desodorantes.  Doblé la esquina y chocó mi carrito con el de Espinoza. Se me había olvidado que Espinoza es ventrílocuo y tiene la habilidad de proyectar su voz. Bueno, su vozarrón. El vozarrón se escuchaba en la hilera ocho, pero Espinoza gritaba en la hilera seis. La gente huía de la hilera ocho porque escuchaba aquellas palabras tan contundentes y no veía de donde salían. Y la gente huía de la hilera seis también porque veían a Espinoza abrir y cerrar la boca y gesticular y dar saltos y darse golpes en la cabeza, pero no parecía emitir sonidos, aunque se escuchaba el vozarrón en la hilera ocho. La gente huía del supermercado entero, porque aunque el vozarrón se escuchaba desde la hilera ocho, tronaba en todo el lugar. Había una fuga masiva. Espinoza había provocado una estampida con su vozarrón y con las cosas terribles  que gritaba:

“¡No se dejen engañar, ciudadanos! ¡El caso del niño en el globo aeroestático en Colorado es parte de los planes ingleses de reconquista! ¡Abajo Margaret Thatcher!  ¡La Reina Isabel es una puta maldita que maltrata a sus perritos! !Nos quieren esclavizar y obligarnos a beber té a todas horas!”

La gente corría despavorida. Así es el poder de las palabras de Espinoza. Y yo, por desgracia, por despiste, por mala suerte, porque me abandonó  mi angel de la guarda, sin darme cuenta corro en dirección de Espinoza y choco mi carrito con el suyo. Cierro los ojos. Espero el inevitable regaño de Espinoza que seguro va a inspeccionar las latas de espárragos, las cajas de cereales, las uvas, la lechuga y el detergente que he colocado en mi carrito. Las críticas de Espinoza siempre han sido demoledoras. Me causan depresiones que duran semanas. Mantengo cerrados los ojos, esperando escuchar los alaridos de Espinoza. Pero nada. Silencio. Pasan segundos. Minutos. Pero nada. Silencio. Abro los ojos. Y allí está Espinoaa. Me está mirando. Sonríe. Me doy cuenta que se ha colocado varios dientes de oro, como los de Mike Tyson. No sé que hacer. No sé que decir. Por fin atino a balbucear:

“Hola, Espinoza. ¿Cómo estás? Long time, no see. Perdona por chocar con tu shopping cart.”

Espinoza, aún sonriendo, me dice con voz suave:

"¿Y de donde lo conozco yo a usted? ¿Es usted uno de esos espías que me siguen la pista, enviados por el Servicio Secreto de Mónaco?"

Yo agradezco que Espinoza me está hablando en voz baja. Me aterra su vozarrón. Pienso que quizás me habla así en ese tono gentil porque ya estamos solos en el supermercado. Se vació el lugar. Asumo que Espinoza piensa que no tiene necesidad de gritar para que lo escuchen en todo el supermercado. Me siento aliviado. Pero de pronto, Espinoza comienza a rasgarse las vestiduras. Y esto no es una exageración. Comienza a arrancarse la camisa pedazo a pedazo y a dar saltos y a emitir  unos aullidos espantosos. No sé si son aullidos de lobo o de coyote, porque con Espinoza nunca se sabe. Pero aquellos aullidos me ponen muy nervioso. Y de pronto Espinoza comienza a embestir los estantes con su enorme cabeza, y caen al piso los jabones y los desodorantes, pero, obviamente, a Espinoza no le preocupa esto.

Y yo, tímidamente, le digo:

“No, Espinoza, yo ni siquiera he viajado a Mónaco. Me dicen que el Casino allí en Mónaco es muy elegante, muy sobrio, no como los de Las Vegas con todas esas alfombras de colores estridentes y esas lámparas tan cursis. En realidad, nos conocemos de cuando trabajamos juntos en una agencia de seguros.”

Pero nada. No calmo los ánimos de Espinoza que empieza a gritar:

“!Bolcheviques! ¡Eso es lo que son! ¡Sinvergüenzas bolcheviques! !Quieren destruir la Torre Eiffel! !Quieren obligarnos a deshacernos de nuestros vehículos de motor y a usar el transporte colectivo! ¡Quieren forzarnos a vacunarnos contra una fiebre porcina inventada en los laboratorios de Oprah Winfrey! “

Y yo no puedo más. Agarro mi carrito y salgo huyendo. Corro por las calles de la ciudad, empujando mi carrito de supermercado. Cuadra tras cuadra. Llegó a mi casa, jadeando, agotado. Me detengo frente a la puerta. De pronto me doy cuenta que dejé mi camioneta en el lote de estacionamiento del supermercado. De pronto me doy cuenta que me fui sin pagar por lo que llevo en el carrito. De pronto me doy cuenta que se me olvidó colocar jugo de naranja en el carrito. Estoy nervioso. Confuso. ¿Que hago? La verdad es que no pagué por lo que tengo en el carrito porque las cajeras habían huido del lugar.

Pienso que regresaré al mercado mañana. Llevaré el carrito con lo que coloqué adentro. Recogeré el jugo de naranja. Recogeré mi camioneta. Sî, regresaré al supermercado mañana. Pagaré por todo. Ojalá que no me vuelva a encontrar allí con Espinoza. Es terrible encontrarse con Espinoza.

 

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